viernes, 31 de diciembre de 2010

Libros para 2011

Cada diciembre hago un balance de aquellos libros traducidos por mí que se publicarán el próximo año. Hasta ahora, mi lista para 2011 incluye los siguientes:
1. Michelle Moran: Cleopatra’s Daughter: A Novel, Crown, 2009. Traducida con el título La hija de Cleopatra para Flamma Editorial, Barcelona.
2. Toby Cresswell (ed.): 1001 Songs: The Great Songs of All Time and the Artists, Stories and Secrets behind Them, Thunder’s Mouth Press, 2006. Traducción colectiva para Random House Mondadori, Barcelona.
3. Kay Scarlett and Kristin Buesing (eds.): Easy Gourmet: Impress for Less, My Kitchen Series, Murdoch Books, 2010. Traducida para Random House Mondadori, Barcelona.
Aprovecho la ocasión para desearles un ¡Feliz Año 2011! a todos los amigos, colegas, clientes y lectores de este blog.

[En la imagen: Abraham Bosse. Prensa en perspectiva, vista frontal, grabado, 1645.]

viernes, 24 de diciembre de 2010

Rincón de Lecturas: Alistair MacLeod

Rincón de Lecturas es una sección de este blog para publicar textos. Incluyo hoy un cuento del autor canadiense Alistair MacLeod (1936). Mi traducción del texto original de “To Everything There’s a Season” (1977) [Hay una estación para todo], aportado a la redacción de la revista Casa de las Américas por Keith Ellis, seleccionador de los textos, fue publicada originalmente en un número especial dedicado a Canadá (Casa, no. 220, julio-septiembre de 2000, pp. 82–86). La obra original en inglés se publicó primero en el Globe and Mail (1977), después en la colección As Birds Bring Forth the Sun and Other Stories (1984) y en To Everything There’s a Season. A Cape Breton Christmas Story por McClelland & Stewart en 2004. Me parece una buena forma de desearles: ¡Feliz Navidad!

Hay una estación para todo

Escribo aquí acerca de una época en la que yo tenía once años y vivía con mi familia en nuestra pequeña granja sobre la costa de Cabo Bretón. Mi familia se había radicado allí desde hacía mucho, mucho tiempo, y parecía que yo también. Una buena parte de ese tiempo parece pertenecer al ayer proverbial. Sin embargo, cuando escribo en este invierno de 1977, no estoy muy seguro de en qué medida lo hago con la visión de aquel en quien me he convertido desde entonces. Y no estoy seguro de cuántas libertades me habré tomado con el niño que creo haber sido. Porque la Navidad es una época tanto del pasado como del presente y, a menudo, los dos se mezclan imperfectamente. Cuando penetramos en su unidad, a menudo miramos hacia atrás.

Ahora parece ser que hemos estado esperando por siempre. En realidad, la espera ha sido más intensa desde Halloween, cuando nos cayó la primera nevada mientras andábamos, como momias envueltas, por oscuros caminos rurales. Los grandes copos entonces eran blandos, y casi generosos, y la tierra donde caían estaba todavía cálida y sin congelar. Los copos caían en silencio en los charcos y en el mar, donde desaparecían al momento de hacer contacto con el agua. También desaparecían al tocar la desnudez caliente de nuestras nucas y nuestras manos, o los rostros de los que no llevaban máscaras. Íbamos de casa en casa con nuestras fundas y tocábamos en las puertas para convertirnos en siluetas a la luz proveniente de las cocinas (fundas blancas extendidas por formas blanquecinas). La nieve caía entre nosotros y las puertas, y se transformaba en un halo dorado y trémulo. Cuando nos volvíamos para irnos, caía sobre nuestras pisadas y las borraba, mientras transcurría la noche, con todas las evidencias de nuestros movimientos. Por la mañana, todo estaba blando y tranquilo, y noviembre se había abalanzado sobre nosotros.
Mi hermano Kenneth, que tiene dos años y medio, no está muy seguro de la pasada Navidad. Halloween asoma con más fuerza en su memoria como el momento excepcional en que pudo quedarse levantado hasta tarde en medio de la oscuridad mágica y la nevada.
—¿De qué te vas a disfrazar en Navidad? —pregunta—. Yo creo que yo voy a ser un muñeco de nieve.
Todos nos reímos con lo que dice y le respondemos que Papá Noel lo encontrará si se porta bien y que no hace falta ninguna que se disfrace. Y seguimos ocupándonos de nuestras tareas mientras esperamos que ocurra.
Yo mismo me siento preocupado acerca de la naturaleza de Papá Noel y estoy tratando de aferrarme a él de cualquier manera que pueda. Es cierto que a mi edad ya no creo realmente en él; sin embargo, he puesto mis esperanzas en todas sus posibilidades todo lo fieramente que he podido. Creo que en la misma forma en que un náufrago hace señas desesperadamente a un barco que atraviesa la oscuridad en alta mar. Porque parece que sin el náufrago y sin el barco, nuestras frágiles vidas serían mucho más desesperadas.
Mi madre ha sido bastante tolerante con mi intento de perpetuarlo. Quizás porque ya ha tropezado antes con eso. Una vez la oí por casualidad cuando hablaba con una de las vecinas acerca de mi hermana Anne:
—Creí que Anne iba a creer para siempre —le dijo—. Casi tuve que decírselo.
De cierta manera, siempre he deseado no haberla oído decir eso mientras busco refugio y nuevas fuerzas, incluso en una ignorancia en la que sé que no me atrevo a confiar.
Sin embargo, Kenneth cree con puro fervor, al igual que Bruce y Barry, que son gemelos de seis años. A mí me preceden Anne, de trece, y Mary, de quince, que parecen estar abandonando la infancia a un paso alarmante. Mi madre nos ha contado que ya se había casado a los diecisiete años, cuando era sólo dos años mayor que Mary. Eso también parece extraño y quizás la infancia sea más corta para unos que para otros. A veces pienso acerca de esto por las noches, cuando hemos terminado nuestras faenas y se han retirado los platos de la cena y se supone que estamos haciendo nuestros deberes escolares. Doy un vistazo de reojo a mi madre, que siempre está tejiendo o remendando, y a mi padre, que la mayor parte del tiempo se sienta junto a la estufa tosiendo silenciosamente con su pañuelo frente a la boca. «No ha estado bien» en los dos últimos años y tiene dificultad para respirar siempre que rebasa el paso más lento. Es muy comprensivo en lo que respecta a la prolongación de mis esperanzas y dice que, siempre que seamos capaces, debemos aferrarnos a las cosas buenas de nuestras vidas. Al observarlo con el rabillo del ojo, no parece que a él le queden muchas cosas buenas. Creemos que ya es viejo a los cuarenta y dos años.
Sin embargo, la Navidad, a pesar de todas las dudas de nuestras respectivas edades, es una época buena y espléndida, y ahora, cuando rebasamos ese punto medio de diciembre, nuestras expectativas se incrementan por la frialdad creciente que se ha ido asentando sobre nosotros. El océano está plano y en calma, y se ha vuelto un lodo helado en las ensenadas cavadas por las olas a lo largo de la costa. El riachuelo que corre al lado de la casa está casi completamente congelado y sólo tiene un pequeño canal con una rápida corriente de agua que fluye por su mismo centro. Cuando dejamos que el ganado salga a abrevar, cavamos agujeros al borde del arroyo con un hacha para que puedan beber sin aventurarse sobre el hielo.
Las ovejas entran y salen de su abrigo colgadizo, pisoteando el suelo con sus patas sin descanso o apretándose unas contra otras en grupos fuertemente unidos. Es una conspiración de la lana contra el frío. Las gallinas se posan en lo alto en sus gallineros, con las plumas encrespadas en torno a sus cuerpos, sin considerar apenas que valga la pena bajar al piso para picotear los escasos granos de cereal. El cerdo, a quien le queda poco tiempo para la matanza, gruñe su desagrado del frío y con el hocico lanza el abrevadero al aire helado. El esplendido potro cocea las tablas de su establo y mordisquea la armazón de madera de su pesebre.
Hemos colocado una barrera protectora de ramas de pícea alrededor de la puerta de la cocina, y hemos amontonado más ramas y masas enrolladas de zostera marina alrededor de la casa. El agua del cubo que dejamos en la entrada amanece congelada y debemos quebrarla con un martillo. Las ropas que mi madre cuelga del tendedero se congelan casi instantáneamente, y se balancean de las pinzas de tender y crujen como si fueran las secciones de un robot desmantelado: las patas rígidas y ásperas de los pantalones, y las mangas inflexibles y entreabiertas de las camisas y los abrigos. Por las mañanas, bajamos de nuestros fríos dormitorios en el piso superior para acabar de vestirnos junto a la estufa de la cocina.
Quisiéramos llevar nuestra frialdad a medio continente de distancia, hasta los Grandes Lagos de Ontario para acelerar la llegada de la Navidad para Neil, nuestro hermano mayor. Tiene diecinueve años y trabaja en los «botes lacustres de cabotaje», esos largos transbordadores de fondo plano que acarrean cereales y mineral de hierro, y cuya temporada de trabajo concluye cualquier día después del 10 de diciembre, en dependencia de las condiciones de la acumulación de hielo en la superficie de los lagos. Quisiéramos que hiciera frío, mucho frío en los Grandes Lagos de Ontario para que Neil pueda volver a casa tan pronto como sea posible.
Sus cajas de cartón ya han llegado. Llegan desde diferentes lugares: Cobourg, Toronto, St. Catharines, Welland, Windsor, Sarnia, Sault Ste. Marie. Lugares en los que nosotros, con la excepción de mi padre, nunca hemos estado. Los ubicamos con emoción en el mapa, marcando sus contornos con nuestros dedos ansiosos. Las cajas de cartón llevan unos letreros que dicen «Línea Naviera de Canadá» y vienen atadas con cuerdas anudadas a la manera complicada de los marinos. Mi madre dice que contienen las «ropas» de Neil y que no debemos abrirlas.
Para nosotros es imposible saber cuándo y cómo llegará. Si el lago se congela temprano, puede viajar en tren porque es más barato. Si la navegación se mantiene abierta en los lagos hasta el 20 de diciembre, tendrá que viajar en avión porque su tiempo será más valioso que su dinero y tendrá que pedir que lo traigan de favor en auto desde la estación de ferrocarril o desde el aeropuerto para cubrir los últimos noventa o ciento sesenta kilómetros. Por nuestra parte, no podemos hacer nada más que escuchar con oídos tensos los informes radiales acerca de la formación de las lejanas acumulaciones de hielo. Su llegada parece depender de muchos factores que están alejados de nosotros y sobre los que no tenemos ningún control.
Los días pasan con lentitud febril hasta que, en la mañana del 23 de diciembre, un extraño auto entra en nuestro patio. Mi madre se pone la mano sobre los labios y musita un «Gracias a Dios», mientras mi padre se levanta con gesto inseguro de su asiento para mirar a través de la ventana. El hijo tan extrañado, nuestro adorado hermano mayor, ha llegado al fin. Ahí está con su pelo y su barba rojizos, y podemos escuchar su risa franca. Será feliz y fuerte y confiado para todos nosotros.
Lo acompañan otros tres jóvenes que se le parecen mucho. También trabajan en los botes de cabotaje y tratan de volver a sus hogares en Newfoundland. Aún les quedan cientos de kilómetros que manejar para poder tomar el trasbordador de pasajeros de North Sydney. El auto parece muy viejo. Lo compraron por doscientos dólares en Therold porque llegaron demasiado tarde para hacer sus reservaciones y han estado manejando sin parar desde que salieron. En la norteña New Brunswick, los limpiaparabrisas se rompieron, pero, en lugar de detenerse, le ataron unos trozos de cuerda a los brazos y los pasaron por las ventanillas delanteras. A partir de entonces, durante cualquier precipitación atmosférica uno de ellos tiraba de las cuerdas de un lado para otro para hacer que funcionasen. Esta información sale cansada, pero con entusiasmo, de sus labios, y nos amontonamos avariciosamente en torno a ellos. Mi padre les sirve tragos de ron, y mi madre saca su picadillo y las tartas de fruta que ha estado acumulando cuidadosamente. Nos recostamos en los muebles o miramos desde la seguridad de las entradas abrigadas de las puertas. Nos gustaría abrazar con fuerza a nuestro hermano, pero somos demasiado tímidos para hacerlo en presencia de extraños. En el ambiente cálido de la cocina, los jóvenes comienzan a cabecear y a adormilarse, y las cabezas se caen de repente sobre sus pechos. Se tocan ligeramente unos a otros con los pies, en un esfuerzo por mantenerse despiertos. No se quedarán a descansar porque han venido de muy lejos, y mañana es la víspera de Navidad y todavía quedan tramos de montaña y de agua entre ellos y aquellos a quienes aman.
Después que se marchan, saltamos con precipitación, física y verbalmente, sobre nuestro hermano. Él se ríe y grita, y nos eleva sobre su cabeza y nos balancea entre sus brazos musculosos. Sin embargo, a pesar de su felicidad, parece sorprenderse por el aspecto de nuestro padre, a quien no ha visto desde marzo. Mi padre simplemente le sonríe mientras que mi madre se muerde los labios.
Ahora que ha llegado, hay una gran agitación. Hemos dejado todo lo que podíamos dejar para cuando estuviese entre nosotros. Impacientes, le mostramos el abeto que hemos observado durante meses en la colina y nos maravillamos con la facilidad que lo derriba y lo carga loma abajo. Nos caemos unos sobre otros en el entusiasmo de la decoración.
Nuestro hermano nos promete que, en la víspera de la Navidad, nos llevará a la iglesia en el trineo tirado por el espléndido caballo que, hasta su llegada, todos temíamos manejar. Y, al mediodía, hierra el caballo: levanta cada casco para darle escofina, martillea las herraduras al rojo vivo para moldearlas sobre el yunque, y después las deja caer silbantes dentro de una tina llena de agua humeante. Mi padre se sienta junto a él en un cubo colocado al revés y le dice lo que debe hacer. Nosotros, a veces, discutimos con él, pero nuestro hermano siempre hace lo que dice nuestro padre.
Esa noche, envueltos en heno y en unos abrigos voluminosos, y con piedras calientes colocadas bajo nuestros pies, iniciamos el viaje. Nuestros padres y Kenneth se quedaron en casa, pero los demás fuimos. Antes de irnos, alimentamos el ganado y las ovejas, y hasta el cerdo, con todo lo que podían tragar para que estuviesen contentos en la víspera de la Navidad. Nuestros padres se despidieron de nosotros desde la puerta. Atravesamos más de seis kilómetros de camino de montaña. Se trata de un camino maderero primitivo y no se encuentran autos ni ningún tipo de vehículo en él. Al principio, el caballo estaba loco por el entusiasmo y la falta de ejercicio, y mi hermano tuvo que pararse en la parte delantera del trineo y tirar de las riendas hacia atrás. Después, el animal se acomodó a un trote y, más tarde, a un paso lento cuando la montaña comenzó a ascender bajo sus patas. Cantamos todos los villancicos navideños que conocemos y estuvimos atentos para ver las liebres y los zorros deslizarse rápidamente a través de los parches abiertos entre la nieve, y para escuchar el golpeteo de las alas de las perdices. Nunca sentimos frío.
Cuando descendimos hasta la iglesia rural, atamos el caballo en una arboleda, donde quedó abrigado y sin que se asustara por el tráfico de los autos. Le echamos una manta por encima y le dimos a comer avena. En la puerta de la iglesia, los vecinos le daban la mano a mi hermano y le decían:
—Hola, Neil. ¿Cómo está tu padre?
—Oh —les respondía. Solamente «oh».
La iglesia estaba muy bella de noche, con sus ramas con guirnaldas y las velas brillantemente encendidas, y los sonidos alegres e in crescendo provenientes de la galería del coro. Asistimos hipnotizados al servicio religioso.
De regreso a casa, aunque las piedras se habían enfriado, nos sentíamos felices y tibios. Escuchábamos el crujir de los arreos de cuero y el silbido de los patines del trineo sobre la nieve, y comenzamos a pensar en la posibilidad de los regalos. Cuando estábamos como a un kilómetro y medio de casa, el caballo presintió su destino, y pasó primero a un trote, y después a un paso largo y confiado. Mi hermano lo dejó hacer su voluntad y atravesamos el paisaje invernal como figuras extraídas de una postal de Navidad. La nieve salpicada por los cascos del caballo caía sobre nuestras cabezas como el blancor de las estrellas.
Después de acomodar el caballo en el establo, conversamos con nuestros padres y cenamos lo que nuestra madre había preparado. Entonces me siento soñoliento y llega a hora en que los niños más pequeños se van a dormir. Pero esa noche mi padre me dice:
«Nos gustaría que te quedaras levantado con nosotros por un rato», y me quedo tranquilamente con los miembros mayores de la familia.
Cuando ya todo es silencio en el piso de arriba, Neil trae las cajas de cartón que contienen sus «ropas» y comienza a abrirlas. Desata los nudos intrincados y las espirales caen entre sus dedos ágiles. Las cajas están llenas de regalos cuidadosamente envueltos y marcados con etiquetas. Las de los regalos de mis hermanos menores dicen: «De Papá Noel», pero los míos ya no se encuentran entre ellos, como ahora sé con certeza que ya no volverán a estar. Sin embargo, no me siento tan sorprendido aunque sí tocado por una punzada de dolor por encontrarme allí en el lado adulto del mundo. Es como si me hubiera mudado de habitación repentinamente y escuchase el chasquido de la puerta cerrándose a mis espaldas para siempre. Me siento hincado por mi propia pequeña herida.
Pero entonces miro a aquellos que tengo frente a mí. Miro a mis padres juntos ante el árbol de Navidad. Mi madre tiene la mano apoyada en el hombro de mi padre, mientras él sostiene su eterno pañuelo. Miro a mis hermanas, que han cruzado este umbral antes que yo y ahora cada día se alejan más de la vida que conocieron como niñas. Miro a mi mágico hermano mayor, que ha venido hasta nosotros en esta Navidad atravesando medio continente y que ha traído todo lo que tiene y todo lo que es. Todos atrapados en el cuadro vivo de su esmero.
—Cada hombre sigue adelante —dice mi padre tranquilamente, y creo que se refiere a Papá Noel—, pero no es necesario afligirse porque deja cosas buenas detrás.

© Traducción del inglés por Fernando Nápoles Tapia.

[En la imagen: Antonello da Messina: San Gerolamo nello studio [San Jerónimo (patrón de traductores e intérpretes) en su estudio], c. 1774–1775, óleo sobre madera.]

viernes, 17 de diciembre de 2010

Sobre sinónimos y antónimos

En los últimos años, no he hecho muchos trabajos de corrección de pruebas de imprenta, porque me he concentrado en el trabajo de traducción. Sin embargo, compartí con mucho agrado con mi esposa Marta y Teresa Serra Muñoz la corrección ortográfica y tipográfica de la obra Manual de sinónimos y antónimos Vox, publicada bajo la dirección editorial de Eladio Pascual Oronda y la coordinación de Sofía Acebo García. Sus 790 páginas contienen «25.000 entradas», «128.000 sinónimos y antónimos» y «7.500 citas y comentarios».
Es una obra que, desde su publicación en 2007, suelo recomendar en mis clases para los alumnos del máster de traducción científico-técnica porque resulta sumamente útil para solucionar esas repeticiones de palabras tan frecuentes que muchas veces plagan los borradores de una traducción.
Su mérito en este sentido es que muchos sinónimos vienen acompañados de comentarios que explican las sutilezas en los significados de estos, y se contribuye así a la elección acertada del término castellano que debemos utilizar para traducir con precisión el término original en la lengua de partida.

[En la imagen: Carme Planas Vilafranca, Carme Morales Ruiz, David Morán Pérez e Inmaculada Ramírez Zamora (redactores): Manual de sinónimos y antónimos Vox, Larousse Editorial, 2007.]

viernes, 10 de diciembre de 2010

Guía de literatura para niños

Ya se encuentra a la venta 1001 libros infantiles que hay que leer antes de crecer. Quince de los veinte años que trabajé en el Instituto Cubano del Libro como redactor, jefe de redacción y redactor jefe, los dediqué a trabajar en la Editorial Gente Nueva, especializada en la publicación de literatura para niños y jóvenes, donde dirigí, como especialista principal, el proyecto editorial «Por los caminos de La Edad de Oro». [1]
Por eso, mi colaboración con el equipo de cinco traductores de 1001 libros infantiles (…), editado originalmente en inglés por Quentin Blake y Julia Eccleshare, fue un trabajo relacionado con un tema que me es muy familiar. De esa obra, traduje las páginas 8–11, 170–244, 772–937 y 952–957.
Los libros incluidos en su índice están ordenados según los grupos de edad a los que están dirigidos y comprenden las secciones siguientes 0–3 años, +3 años, +5 años, +8 años y +12 años.
Las fichas de las obras incluyen reproducciones de las cubiertas de sus ediciones, de sus ilustraciones interiores, de ilustraciones relacionadas con los textos e imágenes de los autores seleccionados.
Es otra obra de referencia útil en la biblioteca de un traductor.

[1] Ver «Por los caminos de La Edad de Oro», 9 de julio de 2010 y «Ediciones de educación sexual infantil», 16 de julio de 2010.

[En la imagen: Quentin Blake y Julia Eccleshare (eds.): 1001 libros infantiles que hay que leer antes de crecer, Grijalbo, 2010.]

viernes, 3 de diciembre de 2010

Traductores de Moscú

Estos días de frío en Barcelona me traen recuerdos de Moscú. Hace ya treinta y cuatro años de mi paso por su Instituto Poligráfico (IPM) y todavía aplico experiencias útiles de mi estancia allí durante mi etapa de formación profesional como especialista editorial. Fue cuando, además de los cursos de formación universitaria y de postgrado, trataba de aprovechar cualquier oportunidad para ampliar mis conocimientos y mejorar mi currículo.
El curso, impartido por la Facultad de Superación del IPM, se tituló «Economía editorial, poligráfica y del comercio del libro», y duró desde el 16 de febrero hasta el 6 de mayo de 1976, con un total de 370 horas distribuidas en seis asignaturas, de las cuales los editores, los impresores y los libreros teníamos la obligación de asistir a todas sus clases, aunque sólo examinábamos las dos asignaturas correspondientes a nuestra especialidad y presentábamos una tesis final.
Tenía mi alojamiento en una habitación del hotel Universitetskya, muy cerca de la Universidad Lomonosov. Las clases se impartían en ruso y se traducían simultáneamente por un equipo de tres traductores-guías —dos hombres y una mujer— que hacían su trabajo en las aulas y nos servían además de cicerones en las actividades extracurriculares.
En el curso, aprendí muchas cosas prácticas acerca de cómo gestionar la organización del trabajo productivo en una editorial, y su relación con las imprentas y los distribuidores, pero, de forma adicional, también aprendí mucho de los traductores.
Me impresionó la calidad de su preparación previa para traducir simultáneamente las clases, las preguntas y las respuestas en el aula; su dominio de la terminología propia de la actividad que traducían; su conocimiento de la ciudad; y su cultura acerca de los lugares que visitábamos, ya fuese una editorial, una biblioteca, un museo o un sitio donde comer platos típicos. Tomé buena nota de ello.
A su trabajo de interpretación le debo una buena calificación en los exámenes orales y una buena traducción al ruso de mi tesis final —«Fundamentos científicos de la gestión de la producción»—, y también mi afición por la solyanka y el té, que contribuyeron a mi supervivencia durante aquellos gélidos días del inverno ruso.