viernes, 30 de octubre de 2009

Cuba traducida

Hasta hace poco no había tenido la oportunidad de trabajar temas de mi país de origen, pero ya circula por las librerías la versión en castellano de 1001 lugares que hay que visitar antes de morir, obra en la que se incluyen estos cuatro parajes cubanos traducidos por mí:







Valle de Viñales
y Cueva de Santo Tomás
Pinar del Río, Cuba

Altura de los mogotes del valle: hasta 300 m
Longitud de la cueva de Santo Tomás: 47 km

El valle de Viñales es de un territorio fértil interrumpido por colinas cónicas calizas, localmente llamadas mogotes y similares a las que se encuentran en Guilin, en el sur de China. Los mogotes están cubiertos por una vegetación espesa y llenos de cuevas formadas por ríos subterráneos. La cueva de Santo Tomás es la segunda más larga de Cuba; tiene siete niveles de galerías subterráneas. Dispone de un corredor de entrada de 20 m de ancho. La cercana cueva del Indio, habitada hace tiempo por la población indígena, se puede explorar en bote por un río subterráneo. Las simas redondeadas y las paredes verticales de los mogotes se formaron por erosión durante el período jurásico. Muchas de las especies de flora —incluida la palma corcho, considerada fósil viviente— no se encuentran en ningún otro sitio. Allí también se encuentra el Mural de la Prehistoria, una las pinturas exteriores mayores del mundo, pintado en las paredes del mogote Dos Hermanas. El valle, famoso también por su tabaco, está aproximadamente a 180 km al oeste de La Habana. RC


Cuevas de Bellamar
Matanzas, Cuba

Anchura de la caverna Gótica: 60 m
Altura de la caverna Gótica: 30 m
Longitud de la caverna Gótica: 150 m

Las cuevas de Bellamar, famosas por sus formaciones calcáreas, se encuentran entre las atracciones turísticas más antiguas de Cuba. Las visitas a estas cuevas incluyen 17 galerías y seis salas con estalactitas, estalagmitas y formaciones como la galería del Coco Rallado y la Fuente del Amor. Las cuevas fueron descubiertas en 1861 por unos canteros, pero el primer levantamiento cartográfico no se hizo hasta 1948. A principios de 1989, un estudio más detallado descubrió más de 7 km de galerías.
La caverna más grande se conoce como Salón Gótico. En el centro hay un conglomerado de estalagmitas con apariencia de guerrero que recibe el nombre de Guardián del Templo. El Manto de Colón es un pilar macizo y blanco translúcido de 20 m de altura y 6 m de grosor.
Otros sitios también interesantes de las cuevas de Bellamar son: la Garganta del Diablo, la Saya Bordada, la Sala de la Bendición, la Lámpara de Don Cosme, la Cascada de Diamantes y el Lago de las Dalias.
El sistema de cuevas de Bellamar se encuentra a unos 2 km, aproximadamente, al sur de la ciudad de Matanzas. La humedad es elevada en su interior y la temperatura se mantiene constante entre 25 y 27 ºC. RC

Cascadas del Nicho
Cienfuegos, Cuba

Altura: 20 a 35 m.

En Cuba no hay un macizo central, sino que las regiones montañosas se hallan dispersas a lo largo de la isla. El Nicho se localiza en la sierra de Trinidad, en el centro del país. La zona de El Nicho tiene varios saltos de agua de entre 20 y 35 m de altura. La vaporización persistente asciende de las aguas espumosas en la base de la cascada El Nicho, donde el agua se precipita desde una altura de más de 30 m hasta las rocas de abajo. En la Reserva Natural El Nicho se puede nadar en los estanques naturales entre los saltos de agua, explorar las profundidades de las cuevas, hacer excursiones por montañas exuberantes u observar una fauna salvaje variada y exótica.
Con un poco de suerte, los observadores de aves pueden divisar el espectacular tocororo, ave nacional de Cuba, cuyos característicos colores rojo, azul y blanco —los mismos de la bandera nacional— lo hacen relativamente fácil de encontrar. El Nicho se encuentra aproximadamente a 46 km de la ciudad de Cienfuegos y tan solo es accesible en vehículos todoterreno. Esta ruta turística ofrece vistas impresionantes de la sierra del Escambray. Hay senderos en buen estado que conducen hasta el corazón de las cascadas del Nicho. RC

[Textos traducidos en las páginas 168-169 de Michael Bright: 1001 lugares que hay que visitar antes de morir, Grijalbo, 2009, del cual traduje pp. 150–300.]

viernes, 23 de octubre de 2009

Un gran ilustrador científico

Esta semana, Ottón A. Suárez, amigo entrañable y excelente ilustrador científico hubiera cumplido setenta y cinco años. Fue, además, grabador, ceramista y divulgador de las bellezas de la naturaleza y de las culturas aborígenes del Caribe. Su obra, dispersa en revistas científicas; monografías; libros; artículos de prensa; colecciones de dibujos, de grabados y de cerámicas; y entre sus familiares radicados en los Estados Unidos y sus amigos esparcidos por el mundo, alcanza una cifra incalculable de piezas, que merecen un trabajo exhaustivo de catalogación.
Fallecido en 1995, no pudo ver impreso uno de los trabajos que escribió e ilustró con mayor entusiasmo: El día y la noche del taíno. Las culturas aborígenes antillanas (Editorial Gente Nueva, La Habana, 2001), en cuya financiación colaboró la Diputación de Sevilla. El día y la noche… fue el complemento escrito de la serie de ocho xilografías Los enviados del cielo, 1492–1992 (Fondo de Bienes Culturales, La Habana, 1992), realizadas para conmemorar el primer viaje de Colón al Nuevo Mundo.
Apasionado defensor de la naturaleza, sus garzas americanas (Egretta thula thula), casi aniquiladas a principios del siglo diecinueve para emplear sus plumas para decorar sombreros de señora, son uno de los testimonios de su manera de combinar sus principios ecologistas con su arte. Lo echamos mucho de menos.

En la imagen: Ottón A. Suárez: Garza no. 3. Serie Las Garzas, 1981–1982. Tinta/cartulina; 23,3 x 29,2 cm, impresión de 1994.

viernes, 16 de octubre de 2009

Conferencia (Resumen)


De lo real maravilloso a la maravilla de lo real.

La traducción a la lengua inglesa desde una perspectiva iberoamericana
[Conferencia en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona, 7 de mayo de 2001.]
Quisiera comenzar con una panorámica general de la situación que deben afrontar los traductores que vierten textos de la lengua castellana a la lengua inglesa en los países iberoamericanos. Aunque voy a partir de una experiencia que está relacionada básicamente con el castellano de Cuba, y que está estrechamente vinculada con las condiciones en la región del Caribe, la mayor parte de lo que vamos a tratar aquí tiene mucho que ver con lo que ocurre en el ámbito iberoamericano en general.
La idea de considerar que América parecía estar predestinada a convertirse definitivamente en tierra de intérpretes y traductores desde el momento mismo de la llegada de los europeos al nuevo mundo, resulta un factor de mucho interés para los que ejercemos nuestra profesión. Y no sólo por cuestiones de cierto vínculo profesional, sino por el enorme peso cultural que ha tenido el trabajo de traducción e interpretación a lo largo de la historia iberoamericana y —en particular— por las grandes dificultades de vocabulario que ha sido y es necesario vencer. Esto es algo que debemos tener muy en cuenta a lo largo de toda esta conversación.
Las revelaciones insospechadas de los descubrimientos geográficos que hicieron los grandes navegantes, el recuento épico de las campañas militares de los conquistadores en territorios tan vastos que resultarían prácticamente inabarcables, no han dejado espacio para recordar el trabajo mucho más callado y discreto de aquellos que sentaron las bases de la primeras formas de comunicación con las culturas recién encontradas en América. Culturas —debo apuntar— en las que, a finales del siglo quince, proliferaban más de ciento treinta lenguas, muchas de ellas acompañadas por cuatro o cinco dialectos.
Vamos a retroceder medio milenio. Vamos a imaginar por un momento aquel viaje del almirante Cristóbal Colón en una de sus pequeñas carabelas, y cómo una mañana lo sorprende la visión de las primeras islas de lo que estaba convencido eran los dominios del Gran Khan en Asia. Navegaciones posteriores comprobarían que se trataba, sin embargo, de un mundo totalmente nuevo.
¿Cómo «traducir», con las palabras del viejo mundo, la realidad maravillosa del nuevo? ¿Cómo dar un nombre comprensible en las lenguas europeas a cosas hasta entonces desconocidas y tan diferentes? ¿Cómo enfrentar el desafío que significaba para ellos tener que nombrar —digamos mejor, volver a nombrar en otra lengua— todas esas cosas?
El lunes 5 de noviembre de 1492, Colón nos da un indicio de lo novedoso de sus descubrimientos en una anotación de su diario de a bordo cuando escribe en el castellano de su época:
Estas tierras son muy fértiles, ellos las tienen llenas de mames [batatas], que son como zanahorias, que tiene sabor de castañas, y tienen faxones [frijoles] y habas muy diversas de las nuestras, y mucho algodón, el cual no siembran, y nacen por los montes árboles grandes, y creo que en todo tiempo lo haya para coger, porque vi los capullos abiertos y otros que se abrían y flores, todo en un árbol, y otras mil maneras de frutas que no me es posible escribir, y todo debe ser cosa provechosa.1
Es, efectivamente, un mundo nuevo «traducido» con palabras de otro mundo. Escribir «son como zanahorias», «tiene sabor de castañas», es, de cierto modo, como describir una realidad irreal, porque en aquella realidad no había ni zanahorias ni castañas.
Había yucas —que efectivamente, por su forma, «son como zanahorias»—, había patatas, maíz, tomate, ají, cacao para hacer chocolate, casi todo aún por descubrir —aún por describir—, todavía por volver a nombrar. Colón se ve limitado entonces a aprovechar los recursos expresivos que le harían comprensible aquella nueva realidad a sus posibles lectores. Describe con palabras e imágenes que todos, en Europa, conocen desde siempre.
Por cierto, hay sobrada evidencia de que el almirante había previsto la necesidad de contar con intérpretes para obtener la información que desde su llegada a América trató de recopilar con casi obsesiva urgencia. Lo que —para usar una expresión de nuestra época— pudiéramos llamar «el equipo de intérpretes oficiales» de Colón —concebido, no lo olvidemos, para un viaje que debía terminar en Asia— se menciona en la entrada del viernes 2 de noviembre del diario de a bordo: «(…) el uno —anota Colón— se llamaba Rodrigo de Jerez, que vivía en Ayamonte, y el otro era Luis de Torres, que había vivido con el Adelantado de Murcia y había sido judío, y sabía dice el hebraico y caldeo y aun algo de arábigo».2
Pronto los servicios de Jerez y de Torres demostrarían su ineficacia en América, tal como también hubieran sido ineficaces en Asia, pues no conocían ninguna de las lenguas de las regiones más alejadas del Oriente.
Al fin y al cabo —tal vez para angustia del inquisitivo almirante—, el lenguaje universal de la mímica terminaría siendo mucho más efectivo en las primeras tierras de un continente todavía insospechado desde la perspectiva de aquellas islas, y que, de hecho, estaba bloqueando el acceso a los ansiados territorios del Gran Khan.
Días después, la entrada del lunes 15 de octubre dice, como de pasada: «(…) esta gente es muy simplice [simple] en armas, como verán Vuestras Altezas de siete que yo hice tomar para les llevar y aprender nuestra habla y volverlos (…)».3 No es de dudar que un hombre tan previsor como el almirante —un poco desconcertado, tal vez, ante la sorpresa de estas lenguas aborígenes que nada tenían que ver con el hebraico, el caldeo y el arábigo—, se sintiera convencido muy pronto de las escasas probabilidades de éxito de Jerez y de Torres en aquellas regiones, y pensara ya en una forma de preparar los traductores nativos que necesitaría para organizar sus próximas empresas expedicionarias.
Un cuarto de siglo más tarde, Hernán Cortés tuvo mejor suerte. La casualidad quiso que en sus andanzas por México pudiese contar con la ayuda del ex clérigo Jerónimo de Aguilar, quien había naufragado durante una expedición anterior y hablaba bien la lengua de los mayas. Pudo contar también con la cooperación mucho más efectiva de una joven amerindia llamada Malintzin —después conocida como Doña Marina—, que le serviría de intérprete de la lengua de los nahuas. La importancia del trabajo de interpretación de ambos durante las delicadas negociaciones de Cortés para concertar alianzas y concluir acuerdos, se hacen evidentes con la sola lectura de las cartas del conquistador y los testimonios de los cronistas de Indias.
Cuando, en 1515 —veintitrés años después del primer viaje de Colón—, uno de ellos, Gonzalo Fernández de Oviedo, escribe para el rey Carlos V su Sumario de la historia natural de las Indias, ya se ve obligado a incluir varias decenas de palabras americanas en su relación. Es curioso notar, por cierto, que en su texto crea necesario justificar ante el rey —y quien sabe si también ante algún que otro ojo inquisidor— su escaso apego al empleo exclusivo de las formas más castellanas: «Si algunos vocablos extraños o bárbaros aquí se hallasen, la causa es la novedad de que se tracta [trata] (…) y no se pongan en contra de mi romance (…) lo que hubiere en este volumen (…), serán nombres o palabras (…) para dar a entender las cosas que por ellas quieren los indios significar (…)».4
Esta idea general acerca del conflicto entre la realidad americana y las lenguas europeas del siglo quince, no es nueva ni mucho menos original. Ha sido bien desarrollada por varios autores iberoamericanos, entre ellos el escritor cubano Alejo Carpentier, pero su reiteración no deja siempre de seducirnos. Porque los escritores y los traductores de hoy hemos heredado el viejo problema de ayer.
El propio Carpentier lo expresó de la manera siguiente:
Y maravillados por lo visto, se encuentran los conquistadores con un problema que vamos a confrontar nosotros los escritores de América, muchos siglos más tarde. Y es la búsqueda del vocabulario para traducir aquello. Yo encuentro que hay algo hermosamente dramático, casi trágico, en una frase que Hernán Cortés escribe en sus Cartas de Relación dirigidas a Carlos V. Después de contarle lo que ha visto en México, él reconoce que su lengua española le resulta estrecha para designar tantas cosas nuevas y dice […]: «Por no saber poner los nombres a estas cosas, no los expreso» […].5
La referencia en una cita anterior a aquello que Colón «traduce» al castellano de su época por algodón, es interesante. Por su descripción, en América —y particularmente en Cuba y en las islas que pueblan la cuenca del mar Caribe—, sabemos que se trata de la fibra sedosa, ciertamente parecida al algodón, que envuelve las semillas protegidas dentro de las cápsulas del fruto de un árbol gigantesco que conserva el nombre aborigen de ceiba, nombre tomado de la lengua de los pueblos de habla arahuaca ahora desaparecidos de las Antillas. El nombre científico de esta especie es Ceiba pentandra (L.) Gaerts y sus nombres en inglés, en la región del Caribe, son: eriodendron, God tree y más comúnmente silk-cotton tree. Como podemos ver, el equivalente inglés de algodón —cotton— también está presente en el nombre del árbol en esa lengua, aunque se le añade silk —seda— para destacar su cualidad sedosa.
Como ha observado Carpentier, la realidad del nuevo mundo todavía desborda la capacidad para nombrar que tienen aquellas lenguas del viejo mundo que hincaron sus raíces en suelo americano. No todo lo que se nombró en las lenguas aborígenes, o en el castellano, el portugués, el francés, el inglés o el neerlandés de los colonizadores tiene hoy un equivalente entre ellas. Todavía en muchas de esas lenguas, falta «nombrar las cosas», para usar la frase que da título al libro de un conocido poeta iberoamericano. El hecho cierto es que la realidad novedosa, a veces desmesurada, del mundo americano no cupo en las lenguas europeas de los primeros años de la conquista y la colonización. Por esa razón, el castellano de América atravesó un proceso de diferenciación que cubrió diferentes etapas cronológicas.
Las primeras diferencias se desarrollaron a partir del siglo quince en el habla de los colonos que se establecieron en América y el habla de aquellos que permanecieron en la península.
Los primeros atravesaron un proceso de alejamiento de toda su experiencia anterior y también de acomodamiento a la naturaleza de un nuevo hábitat, donde no sólo encontrarían una naturaleza nueva, sino las fuertes influencias del léxico indígena que rodeaba su nuevo entorno social.
Por eso, el recurso obligado de los recién llegados fue la adopción de palabras autóctonas que ahora suenan familiares a nuestros oídos. Para solo mencionar algunas, del arahuaco y del caribe el castellano ha recibido canoa, sabana, huracán, tabaco, maíz, caníbal; del nahua adoptó tomate, chocolate; del quechua, patata, pampa y cóndor.6
La lengua catalana no ha escapado a las mismas influencias con canoa, sabana, huracà, tabac, caníbal, xocolata, còndor, pampa ypatata. Son palabras que no sólo han sido incorporadas al castellano y al catalán, sino que su sonoridad indígena ha penetrado también la lengua inglesa con canoe, savannah, hurricane, tobacco, maize, tomato, chocolate, condor, pampa, y potato.
El investigador argentino Marcos A. Morínigo ha precisado muy bien la cuestión en un párrafo breve, pero revelador:
En el espacio de los colonos inmigrantes, el agente diferenciador más visible con respecto al europeo era el necesario préstamo de voces americanas para nombrar las cosas y las instituciones propias del nuevo mundo que obviamente no podrían nombrarse en español. Voces (…) fueron tomadas en préstamo ya en tiempos de Colón y a medida que se descubrían nuevas tierras y los descubridores se ponían en contacto con culturas y lenguas autóctonas distintas aumentaba en su lengua hablada y escrita el número de estas voces. Además, las distintas lenguas ofrecían nombres distintos para cosas ya conocidas.7
Este autor nos presenta dos ejemplos del fenómeno. El primero nos sirve para comparar usos en España y en América, donde las habichuelas castellanas se han convertido en frijoles cubanos y mexicanos, o en porotos o pallares suramericanos. Del mismo modo, aún en la propia América, el tubérculo que en Cuba se llama yuca, se llama guacamote en México y mandioca en Argentina, Chile y Uruguay. Ahora, en tiempos mucho más doctos, les damos el nombre de americanismos. El castellano que se habla en Cuba, por ejemplo, conserva muchas de esas palabras. Y, por supuesto, lo mismo ocurre en otras partes de América. Los descendientes mestizos y criollos de aquellos primeros colonos continuaron el proceso de diferenciación durante el siglo dieciséis. Este proceso se fue ahondando durante el siglo diecisiete como consecuencia del crecimiento de las sociedades coloniales en medio del aislamiento que imponían las limitaciones de los medios de comunicación de aquella época con la metrópoli.
En el siglo dieciocho, y sobre todo en el diecinueve —recuerden que es el siglo de la extrema diferenciación social que condicionará la necesidad de la independencia de las colonias iberoamericanas—, este proceso se había hecho tan notable que ya no se trata sólo de una diferenciación entre lo americano y lo peninsular, sino también de diferencias, como se ha apuntado antes, dentro de las diversas regiones de habla castellana en América.
Para resumir, digamos que en esta nueva realidad —ya lo hemos visto antes— mestizos y criollos, y, finalmente, las nuevas nacionalidades, emplearán de manera consciente o inconsciente primero, el recurso de aplicar los nombres conocidos a las cosas desconocidas; es decir, el recurso de nombrar las cosas de América a la manera europea con palabras que significan algo totalmente diferente.
Después, vendrán las influencias inevitables de los indigenismos; principalmente en la toponimia, y para nombrar la flora y la fauna. Más tarde, surgirán los problemas que son consecuencia de palabras que cambian de significado de una región a otra. Es oportuno destacar que el caso particular de los nombres de la flora y la fauna presenta la dificultad adicional de que muchas veces se han establecido sobre la apariencia de la planta o del animal, y no sobre la base de la pertenencia taxonómica de la especie a un género, familia, etcétera.
Por supuesto, esto no quiere decir que no exista una unidad lingüística ni mucho menos en el castellano que se habla en las dos orillas del Atlántico. Esa unidad existe. De lo que más bien se trata es de algo que yo prefiero llamar diversidad y que algunos llaman —en mi opinión, exageradamente— «discrepancia».
Como hemos visto ya, toda esta variedad de cuestiones asociadas con la multitud de las lenguas habladas en la América precolombina requirió un notable esfuerzo de interpretación durante la conquista, que fue seguido de un no menos acucioso empeño de traducción en la etapa de la colonización y asentamiento de los inmigrantes y colonos procedentes de la península Ibérica.
Vamos a tomar como ejemplo un solo caso verdaderamente notable. Es la primera traducción al castellano del libro sagrado de los mayas, el Popol Vuh —literalmente, «el libro de la comunidad»—, realizada por el padre fray Francisco Jiménez en el siglo dieciocho, y que fuera incluida por él en su Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala, obra que terminó de escribir en 1722.
El padre Jiménez basó su traducción, según Adrián Recinos, en «un estudio minucioso de la lengua quiché siguiendo el método de la gramática latina y señalando las relaciones y diferencias que existen entre las tres lenguas que aún se hablan en Guatemala».8 Por supuesto, ya no hay necesidad de estos grandes esfuerzos, pero su trabajo no deja de ser un ejemplo de la laboriosa rigurosidad de un traductor acucioso.
El Popol Vuh, dicho sea de paso, no sólo ha tenido la suerte de contar con la traducción minuciosa del padre Jiménez. Ha sido objeto de la atención de serios y rigurosos traductores de diversas lenguas europeas. En la «Introducción» con la que Recinos presenta la edición de 1979 de su propia traducción del libro de los quiché, este traductor menciona versiones en francés de 1861 y 1925, alemán de 1913 y 1944, castellano moderno de 1927 y 1947 —esta última del propio Recinos— y en inglés de 1950.
Todo lo relatado hasta aquí explica dos cosas. En primer lugar, la larga trayectoria histórica del oficio de interpretación y traducción en los países de América, y, en segundo lugar, la dificultad que presenta la diversidad del vocabulario americano para la traducción al inglés, o a otra lengua, de los textos en castellano procedentes de las distintas regiones de América.
Quisiera precisar otra cuestión. En los tiempos actuales, ese viejo problema de trasladar la realidad americana —lo real maravilloso—, a las lenguas europeas, se ha convertido en un problema multiplicado por lo que pudiéramos llamar el lenguaje del desarrollo. Ese desarrollo —que es la maravilla de lo real— hace cada día más frecuente la necesidad de la especialización en las distintas ramas del saber humano. Sin embargo, es una especialización que no alcanza totalmente al mundo de la traducción. En la mayoría de los países —me atrevería a decir que aquí ocurre lo mismo—, el traductor debe trabajar prácticamente sobre cualquier materia.
Por ejemplo, en América, el trabajo de traducción e interpretación no sólo ha sido cuestión de enfrentar a naturaleza desconcertante de ese continente y su mosaico de variadas culturas. También es necesario enfrentar la realidad sorprendente de un planeta cuya población ya no sólo lo explora desde las altas cimas —con c— de sus cumbres hasta las simas —con s— de sus profundidades abismales, sino que se proyecta hacia el macro mundo del espacio exterior —más allá de nuestra propia galaxia— y hacia el micro mundo interior de la biología molecular.
El desarrollo genera sus propios problemas: los problemas del desarrollo. Y, ciertamente, no hay duda de que plantea problemas para el propio desarrollo de la traducción. Entre ellos, el creciente volumen de lo novedoso que hay que traducir, las palabras nuevas, los conceptos nuevos que surgen todos los días —casi siempre en inglés— a partir de un conocimiento que se expande con la fuerza creadora de un BigBang intelectual.
El problema que enfrentaron los europeos hace quinientos años parece repetirse, pero con otro sentido. A las palabras antiguas del mundo americano que buscan todavía su expresión en las lenguas modernas, se suman las palabras modernas de la sociedad actual, que buscan ahora su expresión en un lenguaje que, tal vez, en alguna que otra ocasión, les parezca viejo.
En épocas muy recientes —para poner sólo un ejemplo— las cuestiones relacionadas con la biotecnología y la ingeniería genética han desencadenado un acelerado proceso de investigación y desarrollo no siempre bien comprendido en cuanto a sus beneficios y no siempre bien intencionado en cuanto a sus resultados. Este proceso ha generado un volumen enorme de todo tipo de publicaciones científicas, de divulgación popular y de debates en la prensa escrita que han dado lugar a una creciente necesidad de traducción con estos fines. Ahora, muchos de nosotros encontramos cada vez con mayor frecuencia sustantivos como genoma, mitocondria, nucleótidos; y verbos tales como secuenciar y mutar.
En algunas ocasiones, también enfrentamos casos de sustantivos como snip, sin equivalente preciso en castellano que yo conozca, y que no es más que una palabra evolucionada de la sigla SNP, de sole nucleotidic polymorphism o polimorfismo de un solo nucleótido. Es obvio, por lo menos para aumentar la angustia de los que debemos traducirlos, que es un lenguaje difícil de una ciencia difícil.
Hay dos cosas en este tema que para mí son esenciales. En primer lugar, precisar la importancia que históricamente ha tenido y sigue teniendo el trabajo de traducción e interpretación en América. Y, en segundo lugar, poner en evidencia, una vez más, el grado de complejidad que la diversidad cultural impone a este trabajo en la región iberoamericana. Un trabajo muchas veces olvidado, poco reconocido, no siempre bien remunerado, pero que —a pesar de todos los inconvenientes que podamos enumerar aquí— más de quinientos años después de la llegada de Colón, se sigue haciendo con la misma pasión del primer día. Muchas gracias.
NOTAS
1 Cristóbal Colón. Diario de a bordo (edición de Luis Arranz), Historia 16, Madrid, 1985, p. 116. [Todos los textos entre corchetes son míos.]
2 Ibíd., p. 113.
3 Ibíd., p. 94. [El subrayado es mío.]
4 Gonzalo Fernández de Oviedo, citado por Marcos A. Morínigo: Diccionario del español de América, Milhojas, Madrid, 1996, p. x.
5 Alejo Carpentier: Razón de ser, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984, p. 74.
6 Cf. Henriette Walter: La aventura de las lenguas de Occidente, Espasa-Calpe, S.A., Madrid, 1997, pp. 213 y 214.
7 Morínigo, p. ix.
8 Adrián Recinos: «Introducción» en Popol Vuh, las antiguas historias del Quiché (trad. Adrián Recinos), Fondo de Cultura Económica, México, 1979, pp. 10 y 11.
9 «Los fugitivos», tomado de Alejo Carpentier: La guerra del tiempo y otros relatos, Biblioteca Carpentier, Alianza Editorial, Madrid, 1998, p. 139.
10 Diccionario del español de Cuba, Editorial Gredos, S.A., Madrid, 2000.
11 Collins Diccionario español-inglés inglés-español, quinta edición, Grijalbo/Harper Collins Publishers, reimpresión de 1999.
12 Webster’s Ninth New Collegiate Dictionary, 1991.

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[En la imagen: Abraham Bosse. Prensa en perspectiva, vista frontal, grabado, 1645.]