viernes, 30 de julio de 2010

Rincón de Lecturas: Alice Munro

Rincón de Lecturas es una sección de este blog para publicar textos. Incluyo en esta ocasión un cuento de la escritora canadiense Alice Munro (1931). Mi traducción del texto original de “The Found Boat” (1974) [El bote hallado], aportado a la redacción de la revista Casa de las Américas por Keith Ellis, seleccionador de los textos, fue publicada originalmente en un número especial dedicado a Canadá (Casa, no. 220, julio-septiembre de 2000, pp. 54–61).

El bote hallado

Al final de las calles Bell, McKay y Mayo, estaba la Inundación. Era el río Wawanash, que cada primavera desbordaba sus márgenes. Algunas primaveras, digamos una de cada cinco, inundaba los caminos por esa parte del pueblo, se extendía sobre los campos y formaba un lago poco profundo y agitado. La luz reflejada por el agua hacía que todo pareciera brillante y frío, como ocurre a los pueblos junto a los lagos, y despertaba o revivía vagos temores de desastre entre la población. Sobre todo, durante las horas finales del mediodía y las primeras del atardecer, había gente que salía a vagar en torno a él para observarlo y discutir si el nivel de las aguas seguía subiendo o si en esta ocasión invadirían el pueblo. En general, los menores de quince y los mayores de sesenta y cinco años estaban completamente seguros de que así sería.

Eva y Carol salieron en sus bicicletas. Abandonaron la carretera —estaban al final de la calle Mayo, más allá de las últimas casas— y penetraron en un campo, cruzando sobre una cerca de alambres totalmente aplastada por el peso de la nieve invernal. Bordearon el agua brevemente hasta que las hierbas altas se lo impidieron, y entonces dejaron tiradas las bicicletas y se metieron en el agua.

—Tenemos que encontrar un tronco y montarnos el él —dijo Eva.

—¡Jesús! Se nos van a congelar las piernas.

—¡Jesús! Se nos van a congelar las piernas —repitió uno de los muchachos que se encontraban también en el borde del agua. Lo dijo con un gimoteo agrio, a la manera como los niños imitan a las niñas aunque no se pareciese en nada a como éstas hablan realmente. Estos muchachos —había tres— estaban todos en la misma aula que Eva y Carol, y ambas los conocían por sus nombres (Frank, Bud y Clayton), pero ellas, que los habían visto y reconocido desde a carretera, ni les habían hablado ni los habían mirado y, ni siquiera, dado muestras de saber que se encontraban allí. Los muchachos parecían estar tratando de construir una balsa con la madera que habían recuperado del agua.

Eva y Carol se quitaron los zapatos y las medias, y vadearon el lago. El aguas estaba tan fría que sintieron el dolor recorrer sus piernas hacia arriba, como si fuera una corriente eléctrica de chispas azules subiendo vertiginosamente a través de sus venas. Sin embargo, continuaron levantando apretadamente las sayas a sus caderas, arremangadas de tal manera que pudieran sostenerlas por delante.

—Mira esas patas de culo gordo vadeando.

—Hijas de puta de culo gordo.

Eva y Carol, naturalmente, se hicieron las desentendidas. Echaron mano a un tronco y se subieron a él, cogiendo un par de tablas que flotaban alrededor para usarlas como remos. Siempre había cosas flotando en la Inundación: ramas, barandas, troncos, madera vieja, a veces hasta calderas, tinas, ollas y cazuelas, y hasta el asiento de un auto o una sillas tapizada, como si la Inundación hubiera pasado por un basurero.

Remaron lejos de la orilla adentrándose en las aguas frías del lago. El agua era totalmente transparente y podían ver la hierba parda nadando en el fondo. «Supongamos que es el mar, pensó Eva.» Pensó en ciudades y en países ahogados. La Atlántida. Supongamos que navegaban en una nave vikinga —las skuta vikingas que surcaban el Atlántico eran más frágiles y estrechas que este tronco en la Inundación— y que tenían kilómetros de mar transparente bajo la proa, y más adelante una ciudad de capiteles, intacta como una joya irrecuperable, en el fondo del mar.

—Ésta es una nave vikinga —dijo—. Y yo soy el mascarón de proa.

Sacó el pecho y estiró el cuello tratando de formar una curva. Hizo una mueca sacando la lengua. Después se volvió y, por primera vez, reparó en los muchachos.

—Oigan, comemierdas —les gritó—. A ustedes les daría miedo venir hasta aquí donde el agua tiene tres metros de profundidad.

—Mentira —le respondieron sin mucho interés. Y era verdad.

Maniobraron el tronco alrededor de una fila de árboles, evitando los alambres de púa flotantes y se metieron en una pequeña bahía formada por una depresión natural de la tierra. En el lugar donde ahora se encuentra la bahía, después se formará una charca llena de ranas cuando haya avanzado más la primavera y, a mediados del verano, el agua ya no será visible. Allí sólo habrá una maraña de juncos y arbustos verdes para poner en evidencia que el fango se mantiene húmedo entre sus raíces. Grandes arbustos, sauces, crecen en las márgenes empinadas de este estanque y todavía sobresalían parcialmente por encima de la superficie del agua. Eva y Carol dejaron que el tronco se deslizara en su interior y vieron un lugar donde había algo trabado.

Era un bote o parte de uno. Un viejo bote de remos con la mayor parte de uno de sus costados arrancado, la tabla que había servido de asiento colgaba de él. Estaba levantado entre las ramas, recostado en lo que hubiera sido una de sus bandas, si todavía le quedaba una banda, y la proa estaba enganchada arriba.

La idea surgió sin consulta previa, simultáneamente:

—Muchachos. Eh, muchachos.

—Encontramos su bote.

—¡Dejen de construir su estúpida balsa y vengan a ver el bote!

Lo que las sorprendió en primer lugar fue que los muchachos realmente vinieron, subiendo a campo traviesa, medio a la carrera, medio resbalando por la ladera, queriendo ver.

—Eh, ¿dónde?

—¿Dónde está? No ve ningún bote.

Lo que las sorprendió en segundo lugar fue que cuando los muchachos vieron realmente a qué bote se referían —aquella vieja ruina hecha pedazos por la Inundación y enganchada en la ramas— no comprendieran que habían sido burlados, que se les había hecho una broma. No dieron muestra de decepción en ningún momento, sino que parecían satisfechos con el descubrimiento, como si el bote estuviera entero y fuera nuevo. Ya estaban descalzos, porque había estado vadeando el agua para conseguir madera, y vadearon allí sin detenerse, rodeando el bote y evaluándolo, sin prestar siquiera una atención insultante a Eva y a Carol, quienes se mecían en su tronco. Las muchachas tuvieron que llamarlos.

—¿Cómo creen que lo van a sacar de ahí?

—De todos modos no va a flotar.

—¿Qué te hace pensar que va a flotar?

—Se hundirá. Glu, glu, glu y se van a hogar.

Los muchachos no respondieron porque estaban demasiado ocupados caminando alrededor del bote, halándolo y haciendo pruebas para ver cómo se podía destrabar con el menor daño posible. Frank, que era el más ilustrado, conversador e inepto de los tres, comenzó a referirse al bote en femenino, amaneramiento que Eva y Carol reconocieron haciéndole muecas de desprecio con sus bocas.

—Está trabada en dos lugares. Tienen que tener cuidado para no hacerle un agujero en el fondo. Es más pesada que lo que ustedes creen.

Fue Clayton el que se subió y liberó el bote. Y Bud, alto y grueso, fue quien soportó el peso sobre su espalda al voltearlo en el agua de modo que pudieron hacerlo flotar apenas y cargarlo a medias hasta la orilla. Todo esto llevó algún tiempo. Eva y Carol abandonaron su tronco y vadearon para salir del agua. Caminaron sobre el terreno para recuperar sus zapatos, sus medias y sus bicletas. No era necesario regresar por esa vía, pero lo hicieron así. Se detuvieron en la cima de la colina, recostadas a las bicicletas. No se fueron a casa, pero tampoco se sentaron o miraron abiertamente. Se detuvieron más o menos una frente a otra, pero echando ojeadas al agua y a los muchachos que luchaban con el bote, como si se hubieran detenido un momento por curiosidad y se hubieran quedado más tiempo que lo que pensaban, para ver en qué terminaba aquel proyecto poco prometedor.

A eso de las nueve, cuando ya casi había oscurecido —oscurecido para la gente dentro de las casas, pero aún no tan oscuro para los que permanecían fuera—, todos regresaron al pueblo, andando por la calle Mayo en una especie de procesión. Frank, Bud y Clayton venía cargando el bote con el fondo hacía arriba, y Eva y Carol caminaban detrás, llevando sus bicicletas de la mano. Las cabezas de los muchachos estaban casi ocultas en la oscuridad del bote invertido, con su olor a madera empapada en agua fría y pantanosa. Las muchachas podían mirar hacia delante y ver las luces del alumbrado público en sus reflectores de latón, un collar de farolas ascendiendo por la calle Mayo hasta alcanzar la columna de alimentación. Doblaron por la calle Burns en dirección a la casa de Clayton, la casa más próxima propiedad del grupo. Éste no era el camino a casa para Eva, ni tampoco para Carol, pero siguieron con el grupo. Tal vez los muchachos estaban demasiado ocupados cargando el bote para decirles que se fueran. Algunos niños pequeños estaban fuera todavía, jugando a la pata coja en la acera aunque ya apenas pudieran ver. Por esta época del año, la simple acera era algo novedoso y agradable. Los pequeños se quitaron del camino y vieron pasar el bote con respeto involuntario. Gritaron preguntas tras ellos, queriendo saber de dónde venía y qué se iba a hacer con él. Nadie les respondió. Eva y Carol, igual que los muchachos se negaron a responderles o a mirarlos siquiera.

Los cinco entraron en el patio de Clayton. Los muchachos cambiaron la carga como si fueran a poner el bote en el suelo.

—Mejor dan la vuelta y lo llevan para la parte de atrás, donde nadie pueda verlo —dijo Carol. Eran las mismas palabras que alguno de ellos había dicho desde que entraron al pueblo.

Los muchachos no dijeron nada, pero continuaron, siguiendo un sendero enfangado entre la casa de Clayton y la cerca de tablas inclinada. Depositaron el bote en el suelo del patio.

—Es un bote robado, ¿saben? —dijo Eva, principalmente para impresionar—. Debió de haber pertenecido a alguien. Ustedes lo robaron.

—Entonces fueron ustedes las que se lo robaron —dijo Bud casi sin aliento—. Fueron ustedes las que lo vieron primero.

—Fueron ustedes quienes lo cogieron.

—Entonces fuimos todos. Si uno se busca algún problema, entonces todos tenemos problemas.

—¿Vas a denunciarlos a alguien? —preguntó Carol mientras Eva y ella pedaleaban a casa por calles que estaban oscuras entre las farolas y llenas de los baches de invierno.

—Depende de ti. Si tú no dices nada, yo no digo nada.

—Yo no hablo, si tú no hablas.

Pedalearon en silencio, renunciando a algo, pero nunca insatisfechas.


La cerca de tablas del patio de Clayton tenía intervalos postes que la sostenían, o al menos lo intentaban. Fue en uno de esos postes donde Eva y Carol pasaron varias noches sentadas, satisfechas, pero no muy cómodas. O, por el contrario, simplemente se recostaban contra la cerca mientras los muchachos trabajaban en el bote. Durante las dos primeras noches, los niños del vecindario, atraídos por el ruido de del martilleo, trataron de entrar al patio para ver qué estaba ocurriendo, pero Eva y Carol les cerraban el paso.

—¿Quién les dijo que podían entrar aquí?

—Nadie más que nosotros podemos entrar a este patio.

Las noches se hacían más largas y el aire más templado. El salto de la cuerda suiza comenzaba a adueñarse de las aceras. Más allá, por esa misma calle, había una fila de arces de madera dura que habían sido sangrados. Los niños se bebían la savia tan pronto como caía en las cubetas. La pareja de ancianos propietarios de los árboles, y que tenían intenciones de hacer sirope de arce, salía corriendo de la casa emitiendo sonidos como si estuvieran tratando de espantar cuervos. Finalmente, cada primavera, el anciano saldría al portal y dispararía su escopeta de cartuchos al aire, sólo entonces se detenían los hurtos.

Ninguno de los que trabajaban en el bote se molestó en hurtar savia, aunque todos lo había hecho el año anterior.

La madera para reparar el bote fue recogida de aquí y de allá, por los callejones. Por esta época del año, había cosas tiradas por ahí: tablas viejas y ramas, guantes empapados, cucharas botadas junto con el agua de lavar los platos, tapas de las ollas para hacer pudín que se habían puesto a enfriar en la nieve, y todos los escombros que pueden pasar por un tamiz y sobrevivir el invierno. Las herramientas procedían del sótano de Clayton —restos, probablemente, de la época cuando su padre aún estaba vivo— y, aunque los muchachos no tenían a nadie que los asesorara, parecían resolver más o menos la forma en que se construyen, o reconstruyen, los botes. Frank fue el que se apareció con unos esquemas tomados de libros y de la revista Mecánica Popular. Clayton miró los esquemas y escuchó a Frank leer las instrucciones, y después continuó y decidió a su manera lo que había que hacer. Bud era el mejor con el serrucho. Eva y Carol lo observaban todo desde la cerca, hacían críticas e inventaban nombres para la embarcación. Los nombres propuestos fueron Nenúfar, Caballo de Mar, Reina de la Inundación y Caro-Eva, en honor a sí mismas porque ellas la habían hallado. Los muchachos nunca dijeron cuál, o si ninguno, de los nombres les satisfacía.

Había que calafatear el bote. Clayton calentó una olla de alquitrán en el hornillo y lo llevó afuera. Lo aplicó lentamente, a su manera metódica, sentado a horcajadas sobre el bote invertido. Los otros muchachos aserraban una tabla para hacer un asiento nuevo. Mientras Clayton trabajaba, el alquitrán se enfrió y se endureció hasta que, finalmente, no podía mover la brocha. Se volvió hacia Eva, le tendió la olla y le dijo:

—Puedes ir adentro y calentar esto n el hornillo.

Eva tomó la olla y subió los peldaños de la parte posterior de la casa. La cocina parecía oscura desde el exterior, pero debía de haber suficiente luz para ver porque allí estaba la madre de Clayton, de pie frente a su tabla de planchar. Hacía ese trabajo para vivir: lavaba y planchaba.

—Por favor, ¿puedo calentar la olla de alquitrán en el hornillo? —preguntó Eva, quien había sido educada para hablar cortésmente con las personas mayores, incluso con las lavanderas, y que por alguna razón quería dejar especialmente una buena impresión en la madre de Clayton.

—Entonces, tienes que atizar el fuego —dijo la mujer como si tuviera duda de si Eva sabía cómo hacerlo.

Pero Eva podía ver bien ahora y levantó la tapa con una agarradera, cogió el atizador y avivó la llama. Revolvió el alquitrán mientras se ablandaba. Se sentía un ser privilegiado. Entonces y después. Antes de dormirse, la imagen de Clayton vino a su mente. Lo vio sentado a horcajadas sobre el bote, calafateando con mucha concentración, delicadeza, absorción. Pensó que él le hablaba como era debido, fuera de su aislamiento, con una voz normal y tranquila.


El 24 de mayo, día feriado a mediados de la semana, trasladaron el bote a las afueras del pueblo, en esta ocasión por la ruta más larga, lejos de la carretera, sobre campos y cercas que habían sido reparadas, hasta donde el río corría en su cauce normal. Eva, Carol y los muchachos se turnaron para transportarlo. Fue botado al agua desde una ribera pisoteada por las vacas, entre unos arbustos de sauce que acababan de de echar hojas nuevas. Los muchachos salieron primero en él. Gritaron su triunfo cuando el bote flotó, cuando navegó milagrosamente corriente abajo. El casco del bote estaba pintado de negro por fuera y de verde por dentro. Los asientos eran amarillos y una franja amarilla rodeaba sus costados. No había nombre después de todo. Los muchachos no podían imaginar que necesitaba algún nombre para ser distinto del resto de los botes del mundo.

Eva y Carol corrían junto a la ribera cargando cartuchos llenos de bocadillos de mantequilla de maní y mermelada, encurtidos, plátanos, pastel de chocolate, papas fritas a la inglesa, galletas de trigo sin cerner untadas con sirope de maíz y cinco botellas de gaseosa para enfriar en el río. Las botellas golpeaban sus piernas. Gritaron para que les dieran una vuelta.

—Si nos dejan, son unos bastardos —dijo Carol, y gritaron juntas—: Nosotras fuimos las que lo encontramos. Nosotras lo encontramos.

Los muchachos no respondieron, pero después de un rato trajeron el bote, y Carol y Eva rodaron con estrépito y jadeantes por la ribera.

—¿Hace agua?

—Todavía no.

Se nos olvidó traer una lata para achicar —se lamentó Carol, aunque, sin embargo, se metió en el bote con Eva mientras Frank las empujaba hacia la corriente gritando:

—Ahí va por un Sepulcro Mojado.

Y la cuestión de estar en un bote era que no se mecía sólidamente como un tronco, sino que estaba ahuecado en el agua de modo que navegarlo no era como estar sobre algo en el agua, sino como estar en la misma agua. Pronto todos entraban y salían del bote por turnos mixtos: dos muchachos y una muchacha, dos muchachas y un muchacho, una muchacha y un muchacho, hasta que las cosas estaban tan confusas que era imposible decir a quién le tocaba el siguiente turno y, además, a nadie le importaba ya. Fueron río abajo y los que ya no iban en el bote corrían a lo largo de la ribera para alcanzarlo. Pasaron bajo dos puentes, uno de hierro y otro de hormigón. En una ocasión vieron una carpa grande descansando tranquilamente y les pareció que le sonreía desde al agua sombreada por el puente. No sabían lo lejos que habían navegado por el río, pero las cosas habían cambiado: el agua era menos profunda y la tierra más llana. A través de un campo abierto vieron un edificio que parecía una casa abandonada. Halaron el bote sobre la ribera, lo amarraron y emprendieron el camino por el campo.

—Ésa es la vieja estación —dijo Frank—. La estación Pedder.

El resto había oído mencionar el nombre, pero él era el que la conocía porque su padre era el agente de la estación en el pueblo. Dijo que ésta era una estación en una ramal ferroviario que había sido arrancado, y que hacía tiempo allí había habido un aserradero.

Estaba oscuro y fresco dentro de la estación. Todas las ventanas estaban rotas. El cristal yacía fragmentado sobre el piso en pedazos bastante grandes. Caminaron dentro buscando los pedazos de cristal más grandes para pisotearlos y quebrarlos. Era como romper el hielo de los charcos a pisotones. Algunos tabiques estaban todavía en su lugar y se podía ver dónde había estado la ventanilla de venta de los pasajes. Había un banco volcado sobre uno de sus lados. La gente había estado allí. Parecía como si la gente visitara el lugar con frecuencia, aunque estuviera alejado de todas partes. Había botellas de cerveza y de gaseosa tiradas por todas partes y cajas de cigarrillos, y envolturas de goma de mascar y caramelos, y el papel que envolvía una barra de pan. Las paredes estaban cubiertas con letreros opacos y recientes hechos con lápiz o tiza, o grabados con un cuchillo:

«Amo a Ronnie Coles»
«Quiero templar»
«Kilroy estuvo aquí»
«Ronnie Coles es un mierda»
«¿Qué haces aquí?»
«Esperando un tren»
«Dawna Mary-Lou Barbara Joanne»

Resultaba emocionante estar dentro de ese lugar grande, oscuro y vacío con el ruido del cristal cuando se rompe y sus voces resonando como un eco desde la parte inferior del techo. Vaciaron las viejas botellas de cerveza entre sus labios. Eso les recordó que tenían hambre y sed, y despejaron un espacio en el medio del piso y se sentaron a comerse el almuerzo. Se bebieron las gaseosas tal como estaban, tibias. Se comieron todo lo que había, y lamieron los restos de mantequilla de maní y mermelada del papel de envolver los panes en que habían traído los bocadillos.

Jugaron a decir la verdad y a atreverse.

—¿A que no te atreves a escribir en la pared «soy un asno estúpido» y firmarlo con tu nombre?

—Di la verdad, ¿cuál es la mayor mentira que has dicho?

—¿Te measte alguna vez en la cama?

—¿Has soñado alguna vez que andabas sin ropas por la calle?

—¿A que no te atreves a salir afuera y mear la señal ferroviaria?

Era Frank el que tenía que hacerlo. No lo podían ver, ni siquiera su espalda, pero sabían que lo hizo. Oyeron el sonido del siseo de la orina. Todos permanecieron quietos, asombrados, incapaces de imaginar cuál sería el nuevo desafío.

—¿A que no se atreven todos…? —dijo Frank desde la entrada—. ¿A que no se atreven… todos…?

—¿A qué?

—… a quitarse toda la ropa.

Eva y Carol gritaron.

—El que no lo haga tiene que caminar, tiene que gatear, por todo este piso sobre sus manos y sus rodillas.

Todos permanecieron callados hasta que Eva dijo, casi complaciente:

—¿Qué hay que quitarse primero?

—Los zapatos y las medias.

—Entonces tenemos que ir afuera. Aquí hay muchos cristales.

Se quitaron los zapatos y las medias en la entrada, en el repentino sol deslumbrante. El campo que se extendía ante ellos estaba tan brillante como el agua. Corrieron por donde habían estado los rieles.

—Ya es suficiente. Ya es suficiente —dijo Carol—. ¡Cuidado con los cardos!

—¡Camisas y blusas! ¡Todo el mundo a quitarse camisas y blusas!

—¡Yo no! Nosotras no, ¿verdad, Eva?

Pero Eva estaba dando vueltas y más vueltas al sol donde había estado la vía férrea.

—¡No me importa! ¡No me importa! ¡A decir la verdad o atreverse! ¡A decir la verdad o atreverse!

Se desabotonó la blusa mientras daba vueltas y como si no supiera lo que hacía su mano, la lanzó lejos.

Carol se quitó la suya.

—¡Yo no lo hubiera hecho si tú no lo haces!

—¡Los pantalones y las faldas!

Esta vez nadie dijo una palabra. Todos se inclinaron y se desnudaron. Eva, que fue la primera en hacerlo, comenzó a correr por el campo, y después todos la siguieron. Los cinco corrieron desnudos a través de la hierba caliente a la altura de las rodillas, corrieron en dirección al río. No les importaba si los sorprendían, sino de hecho saltaban y gritaban para llamar la atención, si había alguien para oírlos o verlos. Se sintieron como si fuesen a saltar de un precipicio y volar. Sentían que algo diferente a lo que les había sucedido antes les había ocurrido ahora. Tenía que ver con el bote, el agua, el sol, la vieja estación en ruinas y con ellos mismos. Ahora pensaron en los demás apenas como nombres o como personas, sino como chillidos repetidos, reflejos, todos audaces y blancos y ruidosos y escandalosos, y tan veloces como flechas. Entraron corriendo sin descanso al agua fría y, cuando el nivel les llegó a la parte superior de los muslos, se lanzaron a nadar. Eso detuvo su bullicio. El silencio, el asombro cayeron sobre ellos con ímpetu. Se hundieron y nadaron, y se apartaron, hábiles como visones.

Eva se irguió en el agua, el pelo chorreando, el agua corriéndole por el rostro. El agua le daba por la cintura. Estaba parada sobre dos piedras pulidas, con los pies bien separados, el agua corriendo entre sus piernas. Como a un metro de distancia, Clayton se incorporó y ambos se quedaron parpadeando, para escurrir el agua de sus ojos, mirándose uno al otro. Eva no se volvió ni intentó ocultarse. Estaba temblorosa de frío, pero también sentía orgullo, vergüenza y euforia.

Clayton sacudió su cabeza con violencia, como si quisiera lanzar algo hacia fuera, se inclinó y se llenó la boca con el agua del río. Se paró de nuevo con las mejillas hinchadas por el agua y dirigió un chorro hacia ella como si saliera de una manguera. Golpeándole exactamente, primero un seno y después el otro. El agua de su boca recorrió todo el cuerpo de Eva. Clayton lanzó una risotada al verlo, un sonido alto y cohibido que nadie hubiera esperado oír de él. Los demás miraron hacia ellos desde donde estaban metidos en el agua, y se acercaron para ver.

Eva se agachó y se deslizó bajo el agua, dejando sumergida la cabeza. Nadó y, cuando sacó la cabeza corriente abajo, Carol venía tras ella y los muchachos estaban sobre la ribera, corriendo ya sobre la hierba, mostrando sus espaldas delgadas y sus nalgas blancas y planas. Se reían, diciéndose cosas unos a otros, pero ella no los podía oír, porque el agua llenaba sus oídos.

—¿Qué hizo? —preguntó Carol.

—Nada.

Se arrastraron hasta la orilla.

—Vamos a quedarnos entre los arbustos hasta que se vayan —dijo Eva—. De todas formas los odio. De veras. ¿Tú no los odias?

—Claro —dijo Carol y esperaron, no por mucho tiempo, hasta que oyeron a los muchachos, todavía bulliciosos y emocionados, dirigirse hacia el lugar un poco más corriente arriba, adonde había dejado el bote. Los sintieron saltar a la embarcación y empezar a remar.

—Les toca la peor parte. Regresar —dijo Eva, abrazándose y temblando violentamente—. ¡Qué importa! Después de todo el bote no era nuestro.

—¿Y si cuentan lo que hicimos? —dijo Carol.

—Decimos que todo es mentira.

Eva no había pensado en esa posibilidad hasta que lo dijo, pero, tan pronto lo había dicho, se sintió casi alegre de nuevo. La naturalidad y lo ridículo de todo las hizo reír como unas tontas, y dándose palmadas y salpicando agua salieron del río. Empezaron entonces a dar rienda suelta a unos de esos ataques de risa que, tan pronto una mostraba signos de agotar, la otra emitía un bufido que lo iniciaba de nuevo. Ambas se miraban con expresiones de incapacidad para parar aquella risa —incapacidad muy pronto verdaderamente auténtica— y se doblaban en dos, y se agarraban el vientre, como si sintieran el más atroz de los dolores.

© Traducción del inglés por Fernando Nápoles Tapia

[En la imagen: Antonello da Messina: San Gerolamo nello studio [San Jerónimo, (patrón de traductores e intérpretes) en su estudio], c. 1774–1775, óleo sobre madera.]

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