viernes, 24 de junio de 2011

¿«Traductor, traidor»?: Una breve revisión bibliográfica (1)

Desde que alguien en la Edad Media acuñó la frase que he citado en el título de esta entrada, el tema del papel de los traductores ha sido objeto de mucho debate. Cabe intentar responder a la pregunta y tratar de constatar si el traductor es, por lo general, el traidor o el traicionado.
Las cinco entradas que se irán publicando a continuación recopilan los resultados de una breve búsqueda bibliográfica preliminar sobre las opiniones de personas destacadas en el mundo de la traducción en España, y tratan acerca de la situación de estos profesionales en el país.
El mercado de trabajo. Un estudio hecho público en 1997 puede servir de punto de partida para esta búsqueda.
Arturo Rodríguez Morató, en un libro publicado aquel año por la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, escribió: «Por parte de los editores, no cabe duda de que predomina una consideración técnica de la traducción. Según ella, y al margen de declaraciones de principio, la traducción que se contrata es concebida no como algo único —una obra de autor— sino como algo genérico. De tal modo que el trato entre traductor y editor se asimila de hecho a la relación entre empresario y trabajador. Esta asimilación práctica se produce además en unas condiciones de mercado que son extraordinariamente favorables al editor, con lo que el desequilibrio entre ambos se hace máximo.
»La situación de mercado a la que aludimos se caracteriza, en primer lugar, por la existencia de una casi perfecta competencia entre los traductores (dada la amplia sustitutibilidad entre ellos que la imperante concepción del negocio editorial establece y dada la libertad con la que los editores pueden prescindir y cambiar de traductores). Esta amplia competencia se ve potenciada, además, por el carácter plenamente abierto del acceso a la práctica profesional de la traducción, que no exige ningún currículo formativo específico ni credencial habilitante alguna. Esta casi perfecta competencia entre los traductores da a los editores un enorme poder de mercado a la hora de contratarlos.
»Por lo demás, existen otros dos condicionantes que extreman la ventaja de los editores en este mercado. Uno es la disponibilidad permanente de un amplio contingente de traductores que, no viviendo principalmente de la traducción, pueden ser contratados por debajo de los precios que pudiéramos llamar naturales (los que asegurarían su subsistencia en régimen de dedicación completa y en ausencia de otros ingresos). Es evidente que la competencia de este sector introduce una presión bajista muy importante en la fijación de las remuneraciones de mercado. Por último, otro factor que empeora objetivamente la posición negociadora de los traductores es su aislamiento. El hecho de que su contratación, y sobre todo la realización de su labor, tenga lugar en el ámbito privado, produce varios efectos negativos: dificulta la circulación de información entre los traductores, segregando el mercado, y propiciando así el mantenimiento de condiciones de trabajo infames; obstaculiza, por otra parte, la toma de conciencia global de la situación, la conjunción de intereses y la negociación colectiva; y propicia también la sobreexplotación, típica en cualquier trabajo a domicilio.» [1]
En 2003, la revista Vasos Comunicantes publicó un estudio, cuyo punto de partida era 1996, en el que se llegaba a las siguientes conclusiones:
«Como conclusión general extraída de los comentarios libres, dentro del contexto de la valoración general realizada al final del cuestionario, es posible afirmar que la situación de la profesión de traductor en España, a partir del año 1996, no sólo no ha mejorado sino que se han acentuado en ella las contradicciones y los signos de preocupación que se desvelaban en el trabajo que sirvió de base para la confección del "Libro Blanco de la Traducción", en ese mismo año 1996.» [2]
En una entrevista publicada por el diario El País en 2009, Miguel Sáenz (1932), Premio Nacional de Traducción en España, corroboró la situación: «El 90% de los traductores tiene otro oficio —declaró—, algo que les obliga a una doble jornada. La traducción literaria no es rentable.» [3]

[1] Arturo Rodríguez Morató: La problemática profesional de los escritores y traductores: una visión sociológica, ACEC, 1997, pp. 83–84. (La información incluida en esta obra se basa en respuestas a cuestionarios.)
[2] Carmen Macías Sistiaga, Matilde Fernández-Cid, Catalina Martínez Muñoz y José Manuel de Prada Samper: «Informe sobre la situación del traductor de libros en España», Vasos Comunicantes, no. 25, primavera de 2003, pp. 39–64.
[3] Miguel Sáenz, citado por Javier Rodríguez Marcos: «Los traductores levantan la voz», El País, 6 de junio de 2009.

[Imagen: Pieter Brueghel: La torre de Babel, óleo sobre madera, 114 × 155 cm (1583).]

viernes, 17 de junio de 2011

Che Guevara

El pasado martes 14 de junio, Ernesto Che Guevara hubiera cumplido ochenta y tres años. A pesar de la constante publicación de una extensa bibliografía activa y pasiva en Cuba acerca de esta figura ya mítica, el único encargo de trabajo que tuve sobre este tema fue la revisión editorial de Che’s Message to the Peoples of the World. Thirty Years Later, publicado como suplemento especial por la revista Tricontinental en julio de 1997.
El «Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental», publicado originalmente el 16 abril de 1967 —también en un suplemento especial de esa revista—, hacía un resumen del punto de vista radical que llevaría a Guevara a abandonar sus altos cargos gubernamentales y políticos en La Habana para participar en la guerrilla congolesa y en la organización del núcleo guerrillero de Bolivia, donde finalmente encontraría la muerte en octubre de 1967.

[En la imagen: Portada de la revista Tricontinental, año 31, no. 137, julio de 1997, que incluyó el suplemento especial Che’s Message to the Peoples of the World. Thirty Years Later.]

viernes, 10 de junio de 2011

Rincón de Lecturas: Leon Rooke

Rincón de Lecturas es una sección de este blog para publicar textos. Incluyo hoy un cuento del autor canadiense Leon Rooke (1934). Mi traducción del texto original de “The JudgeHigh Plains Art” (1997) [El juez: arte de llanuras altas], aportado a la redacción de la revista Casa de las Américas por Keith Ellis, seleccionador de los textos, fue publicada originalmente en un número especial dedicado a Canadá (Casa, no. 220, julio-septiembre de 2000, pp. 76–79).

El juez: arte de llanuras altas

Me dijeron que el juez venía. Que llegaría aproximadamente a la hora del mediodía. Caminé alrededor de los arbustos de mezquite, donde dos de los muertos se desplomaron de rodillas. El otro par cayó de costado con las piernas dobladas debajo. Miré hacia la llanura, pero no veía venir al juez ni a nadie más.
—No puedo esperar aquí todo el día —dije—. Tengo asuntos que atender.
—Mejor te esperas —me respondieron—. No quieras ponerte del lado malo del juez.
—Le concederé una o dos horas —dije—. Luego me largo de aquí.
Varias horas después, el juez aún no había llegado. No había nada visible en la llanura, excepto media docena de pájaros carroñeros planeando, colgados en el cielo.
—Me voy —dije.
—Mejor no te vas —me dijeron—. Mejor piensas dos o tres veces ese asunto.
—Al diablo —dije—. Ese juez no me asusta. Es un ser humano igual que yo.
—No. No lo es —dijeron—. Es el juez.
Cerca de la hora de la puesta del sol, todavía no había aparecido. Yo había mandado un jinete a localizarlo, pero el jinete no había regresado tampoco.
Los carroñeros, descarados y a su antojo, bajaron rápidamente y dieron un picotazo o dos a los cadáveres antes de que pudiéramos espantarlos.
—Al juez no le va a gustar eso —dijeron—. Al juez no le gusta que estropeen la evidencia del hecho. Aunque no le importa tanto cuando sabe que la persona está diciendo la verdad.
—¿Cómo puede saber —pregunté— si un hombre opta por mentir?
—Lo sabe —respondieron—. Tiene un don en ese sentido.
Salí un minuto a estudiar los hombres que había matado. Tenía allí cuatro de ellos, todos malos, hechos un racimo espalda contra espalda y agrupados en dos parejas. Los había puesto de pie y le había disparado una bala en la sien al que tenía frente a mí, de modo que el proyectil atravesara la cabeza del que estaba atado a él y así poder matarlos a los dos con un solo disparo. Entonces hice lo mismo con la otra pareja. Los cuatro eran mayores que yo.
Mis balas comenzaban a escasear. Por eso lo hice así. Si el juez era un verdadero juez, no encontraría falta en eso.
Quizás él tuviera algún parque que yo pudiera comprarle.
Ésa  era una buena razón para esperarlo. Me importaba un bledo sus lados bueno o malo.
No es que no hubiera oído hablar de él y no sintiera curiosidad. Había oído hablar de él por más de un millar de millas a la redonda durante la mayor parte de los nueve meses que había pasado atravesando estas llanuras altas. De cómo nadie lo había elegido o nombrado para el cargo, de cómo no levaba ningún libro bajo el brazo o en ninguna otra parte, sino cómo cabalgó hasta los lugares donde había problemas o los había habido, había dicho que era juez, y había resuelto la cuestión de cualquier manera que se le antojase. Que si uno lo enfadaba o le expresaba su desacuerdo en su cara, entonces resolvía eso también. Se decía que había matado más de un centenar de hombres, algunos de ellos a mano limpia, antes de que la gente empezara a aceptar como una cuestión de procedimiento que él era el juez y que no había nada que hacer excepto aceptar cualquier decisión que emanara de él.
Por tanto, en ese sentido, era igual a cualquier otro juez.
Yo no estaba preocupado en absoluto. Había tenido derecho a matar a esos cuatro y, si al juez no le gustaba, iba a encontrar pelea. Con él muerto, a lo mejor me decidía a ocupar yo mismo su cargo. Sólo Dios sabe si hay dinero en el asunto, y baños con agua caliente. Y eso es algo que no iba  hacerme ningún daño.
Empecé a pensar en ese sentido y a desear que el juez viniera a ponerse de parte de los cuatro muertos para entonces verme obligado a matarme un juez, sin que hubiera ni más mal ni más bien en ello.
Me quedaban suficientes cargas de municiones para eliminarlo.
La cuestión era disparar en la dirección hacia donde esquivaría el tiro y no hacia donde estuviera.
Cuando vi que a plena media noche aún no había llegado, envié otro jinete a explorar en su busca y a apartarlo en mi dirección. Los tres hombres que quedábamos nos sentamos junto a la hoguera a beber y a contarnos historias. No perdí de vista a mis compatriotas durante todo ese tiempo, porque no confiaba en ellos. Hasta donde podía saber, sólo estaban esperando que volviera la cabeza, porque uno tenía ojos de comadreja y el otro tenía un caballo que se había quedado cojo. Había observado que el del caballo cojo miraba el mío y estudiaba los espacios vacíos en mi canana.
—Somos testigos oculares —dijo el primero, que ya estaba borracho— y yo y él le diremos al juez que hiciste exactamente lo que había que hacer cuando mataste a esos cuatro.
—Vimos el tiroteo de principio a fin —dijo uno cualquiera de los dos. Era mentira porque el tiroteo ya había terminado y los hombres estaban muertos en el momento en que el dúo había llegado.
Me sentí como debería sentirse el juez, sabiendo que mentían, y pensé matarlos allí mismo por su falsedad, pero me detuve a considerar mi escasa provisión de parque. Pensé matarlos a mano limpia, del mismo modo que lo hacía el juez, pero en vez de eso nos pasamos el porrón una y otra vez, mientras en alguna ocasión corría con un trozo de leña encendido para espantar a los carroñeros que se alimentaban en la oscuridad. Mis dos primeras víctimas permanecían todavía espalda contra espalda sentados sobre los talones como si estuvieran participando de una reunión entre indios. Los otros dos se habían virado. Uno de ellos con su sombrero aplastado y sus botas envueltas en tiras de piel de búfalo.
—Tal vez debiéramos enterrar esos muertos —dijeron mis dos compatriotas—, pero se dice que al juez le gusta tomar nota del proceso de descomposición, así que pasaría más trabajo para determinar la hora exacta en que les metiste tus balas en el cuerpo.
—Eso lo sacaría de quicio —dijo el otro de ellos.
—Así que es tan cuidadoso, ¿eh? —dije yo—. Este juez de ustedes no deja que nada se le escape, ¿no?
—Bueno, si ese es su estado de ánimo —dijeron—. Uno nunca puede saber cuál será el estado de ánimo del juez, y yo no apostaría buena plata en uno u otro sentido.
Mi caballo coceó contra el suelo y todos saltamos, aunque era sólo una serpiente de cascabel.
No dijimos nada más, sino que nos echamos a dormir un sueño ligero con un ojo abierto. Por lo menos el mío lo estaba.
Por la mañana, había un caballo sin jinete con las riendas sueltas junto a la hoguera apagada y un centenar de carroñeros donde habían yacido los cadáveres, con su carne picoteada hasta el hueso.
—Ay, Dios —dijeron mis dos compatriotas—, el juez se va a poner loco de atar cuando vea todo esto revuelto. Es probable que nos condene a todos aquí mismo y nos mate uno a uno a mano limpia como lección para todos de que no se debe desafiar su voluntad.
Ciertamente, estaban nerviosos. Durante algunos minutos susurraron calurosamente y al siguiente minuto iban galopando como diablos por la llanura alta, el caballo cojo abandonado y su jinete ahora a horcajadas en caballo bueno, aunque no en el mío. Sólo Dios lo sabe.
Los derribé limpiamente con el Winchester, sin tener otra alternativa en la cuestión. Después cabalgué a reclamar lo que ahora era mío, lo que era propiedad que se me debía, según razoné el asunto, ya que su intento de escabullirse había agotado casi lo último que me quedaba de mis municiones.
El pie de uno de ellos colgaba todavía del estribo y el caballo estaba asustadizo, pero lo calmé con  palabras suaves y palmadas en el cuello antes de poder vaciar los bolsillos del muerto y hacer un registro de sus alforjas. Pero, tal como esperaba, hubo una cosecha magra, aunque entre las pertenencias del otro encontré un medallón mexicano de oro que se dobló y al que se le hizo un agujero, y un saco repleto de baratijas envueltas en una prenda de vestir como las que usaban las mujeres hace mucho tiempo. Una pieza interior, endeble al tacto y una gloria al contemplarla, aunque muy mohosa y con las baratijas oxidadas. Por qué mi compatriota tendría esas cosas en su poder fue una sorpresa para mi mente.
Esperé por los alrededores de aquel lugar durante toda la mañana, subido en una repisa rocosa detrás de una piedra y con los caballos atados a unos postes, pero el juez no vino.
Me pregunté si todo ese asunto no habría sido tramado en el polvo de los remolinos, el juez una quimera en las mentes de esas pocas almas que uno encuentra alguna que otra vez por acá, en estas llanuras altas y desoladas.
Me pregunté si me atrevería a gastar mis últimas municiones en la muerte del caballo cojo o si debía dejar que el animal caminara detrás de mí cuando yo desapareciera, porque seguro que lo haría, seguirme mientras pudiera, hasta caer agotado para que los carroñeros bajaran de pronto y celebraran su festín.
Me pregunté si podría darme el lujo de que el caballo me siguiera, con los carroñeros en persecución. Y ¿qué ocurriría si mi propio caballo quedaba cojo? Era una posición humillante y, francamente, era al juez a quien culpaba de todo, porque, por haberlo esperado, se me habían acabado mis víveres, mi agua, mi bebida fuerte, y mi paciencia. Y ya apenas podía percibir cómo iba a viajar hasta la civilización, considerando las pocas balas que me quedaban en mi canana y con un pie dolorido por una mordida de serpiente, y con cada hombre y su hermano —incluidos los indios— buscándome para golpearme.
Todo el día vi rodar las artemisas y vi a los mezquites empañar mi visión. Sentí el calor golpear con fuerza en oleadas tan gruesas que un hombre mejor que yo hubiera ido directo al paraíso caminando sobre ellas.
Tales eran mis pensamientos cuando me largué, resentido el corazón, maldiciendo al caballo cojo, que me seguía a pesar de mis patadas en su hocico. Me parecía, después de una larga meditación, que el juez lo había planeado todo paso a paso, tomada su decisión desde lo lejos, desde el allá lejano y desconocido, condenándome por el homicidio de los cuatro hombres muertos, por no mencionar la muerte de mis compatriotas durante el vivac, y todo ello sin un trozo de evidencia y sin darme a mí la oportunidad de hablar sobre mis actos y de defender mi buena reputación.
«Ese bicho» —pensé. ¿No era ese un pobre truco para hacérmelo a mí, que nunca he puesto los ojos en su cara? Pero ¿qué se puede esperar de alguien que se llama a sí mismo juez?
Mi esperanza era poder encontrármelo un poco más adelante en cualquier lugar antes de que yo me agotara, o se agotara él y dispararle al bastardo tan pronto lo viera o él me agujerearía todo.
Entonces doblé por una curva en la meseta del Coyote Negro y allí estaba, obstruyéndome el paso, a pie, con el pecho cruzado de bandoleras, su fusil martillado y con todos los dedos anillados, la cabeza cubierta con un sombrero de ala doblada, un traje apretado como los que se usan en el Este, con la cara brillante, sonriendo como si me hubiera conocido desde mis primeros pasos, y diciéndome:
—Hijo, ¿de veras creíste que te me podrías escapar? ¿Acaso no te sumas a la opinión de que la justicia es ciega? ¿Acaso no te mofaste cuando escuchaste mi nombre? ¿Por qué no presentas ahora el alegato de misericordia del mendigo? ¿O es que prefieres tomar tu medicación con la misma pócima que tú con tanta disposición dispensas?

© Traducción del inglés por Fernando Nápoles Tapia.

[En la imagen: Antonello da MessinaSan Gerolamo nello studio [San Jerónimo, (patrón de traductores e intérpretes) en su estudio], c. 1774–1775, óleo sobre madera.]

viernes, 3 de junio de 2011

¿Quién se ha llevado mi traducción?

Hace tres años, en 2008, me pidieron que tradujese unas 50 páginas de la edición revisada de una guía turística sobre Kenia. Nunca recibí un ejemplar completo del libro original [1], sino un documento en Word con los textos en inglés que debía traducir al castellano. He incluido este trabajo en la categoría «Lost after Translation» [2] porque nunca he sabido exactamente qué hizo aquel cliente ocasional con él.
No es nada extraño, sino una situación bastante frecuente en la vida profesional de un traductor, excepto en los libros traducidos bajo condiciones contractuales de derechos de autor. Se entrega un trabajo, se cobra y muchas veces no se sabe realmente cuál ha sido su destino final.
Entre estos trabajos también «perdidos» incluyo mi traducción castellano > inglés de unas versiones condensadas de: Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne; La leyenda de Robin Hood, de Howard Pyle; El hombre invisible, de H. G. Wells; Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas; y El libro de la selva, de Rudyard Kipling. Estas obras fueron supuestamente traducidas para la serie argentina Libros Bilingües Clarín 2010, de la que solo he podido localizar La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, en la Biblioteca Pública de la provincia de Misiones.

[1] Insight Guides: Kenya, APA Publications, 2008.
[2] Ver «Lost after Translation», 19 de noviembre de 2010.