Hoy vuelvo sobre el tema de la planificación del trabajo,
que ya había tratado hace unas semanas. [1]
Si estamos de acuerdo con la necesidad y la utilidad de
hacer un programa diario de actividades, conviene tener en cuenta además
algunas cuestiones relacionadas con la distribución de las horas del día.
El modelo que yo he utilizado siempre se basa en la idea de
establecer horas fijas para desarrollar las actividades del día; en particular,
las de carácter profesional.
Como traductor autónomo, trabajo con una norma de traducción
de 2.000 palabras diarias. Para lograr cumplir esa norma, mantengo una
disciplina de trabajo ajustada a un horario fijo.
No creo que sea necesario ajustarse a un modelo
preestablecido, como el de Benjamin Franklin, que me sirviera hace muchos años
de inspiración personal. Creo que cada horario de actividades —de trabajo— debe
ajustarse a las circunstancias personales de cada cual, tanto en sus horas de
comienzo, intermedias y de finalización. No creo necesario levantarnos a las 5
de la mañana e irnos a dormir a la 1 de la madrugada como hacía Franklin. Sin
embargo, sí creo que es conveniente tener en cuenta nuestras horas de mayor
productividad para dedicarlas al trabajo.
Madrugar puede ser positivo para unos y negativo para otros.
Trabajar las mañanas y las tardes o las tardes y las noches puede mejorar o
perjudicar el trabajo de otros. La clave está en desarrollar —y cumplir— aquel
horario que mejor se adecue a nuestras características personales.
[1] Ver «Programa del
día», 21 de septiembre de 2013.
[Imagen: Domenico Ghirlandaio: San Jerónimo en su
gabinete, fresco, 184 × 119
cm (1480).
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