Me parece que exponer este tipo de situaciones es una buena
experiencia para compartir con los colegas más jóvenes y recién llegados a la
profesión. Porque todavía hay algunos clientes prospectivos que no tienen claro
cuál es el valor real de una traducción. O quizá sí lo tienen.
La semana pasada recibí la llamada de uno de estos posibles
clientes. Me preguntó si podía hacerle la revisión de un texto traducido por él
mismo. Lógicamente, rechacé amablemente su encargo, tal como hicieron otros
traductores que había contactado antes, según él mismo me informó.
Nunca he sabido cuáles son las capacidades de esta persona
para hacer una traducción, pero deben de ser escasas cuando él mismo creyó
necesario solicitar la revisión de un traductor profesional. Tampoco tengo
claro por qué no acudió a un profesional para traducir su texto en primer
lugar.
Sin embargo, sí tengo claro por qué los traductores
rechazamos ese tipo de encargo. Es por una cuestión de oficio y de tarifas. Primero,
es una cuestión de oficio. Si alguien se cree capaz de traducir, magnífico. Es
que, en el fondo, supone que no necesita un traductor. Cree que lo que necesita
es un corrector de estilo. Segundo, es una cuestión de tarifas. Si alguien
traduce un texto él mismo para ahorrarse tener que pagar la tarifa más alta de
una traducción, y pagar en cambio una tarifa mucho más baja por una revisión
que convertiría ese texto suyo en el que no confía en un trabajo bien hecho,
los traductores lo sabemos y no aceptamos depreciar nuestro trabajo.
[Imagen: Alberto Durero: Der heilige Hieronymus im Gahäus
[San Jerónimo (patrón de traductores e
intérpretes) en su gabinete], 1514, grabado.]
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